LA PUBLICIDAD DEL PASADO

La publicidad del pasado

Frente al avasallador empuje de las modas y las tecnologías, es rara la ciudad cuya fisonomía no se haya visto modificada y remodelada con cada nueva oleada de novedades. Sin embargo, no hay barrio, calle o esquina en el que no percibamos algún vestigio del pasado. Descubrir una placa antigua, mobiliario urbano o, incluso, escaparates y suelos adoquinados nos reconcilia con nuestro presente a partir de la conciencia de nuestra herencia, que es abundante y rica. Es labor de las administraciones públicas preservar y hasta mimar en lo posible esos tesoros. Pero cierta dejadez en sus funciones a este respecto, hacen que haya que agradecer cualquier iniciativa por parte del sector privado para reconciliar pasado y futuro sin que ambos terminen siendo irreconocibles, ahogando la identidad que se supone deben resguardar.

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Observemos esta foto. Fue tomada en la calle Arenal, allá por el año 1905. No es más que una escena cotidiana. El arte de la fotografía aún estaba en sus albores y varios transeúntes miran curiosos hacia la cámara, probablemente un enorme armatoste. Un gran cartel, pegado en una de las fachadas, centra la atención. En él, una dama elegantemente vestida (la ocasión lo merecía) degusta las especialidades de uno de los locales más queridos y más arraigados en las calles madrileñas. Ese exquisito reclamo era una de las muchas estrategias publicitarias (como la de construir un vehículo emulando el autogiro para repartir el pan) con las que Viena Capellanes quiso integrarse en el desarrollo de la capital. Esta imagen es reflejo de ese sueño de la familia Lence de formar parte activa de la ciudad, de ser uno de eso enclaves cuya longevidad nos permite recalar en otras épocas, observar el paso del tiempo, como los anillos en los troncos de los árboles nos dan idea de su edad. En ese cartel pintado a mano (otro arte desaparecido en aras de una iconografía virtual), tanto el vecino como el caminante ocasional podían observar una imagen viva de ese Madrid que crecía tan rápido como el nuevo siglo recién estrenado, y sentir que también las calles eran parte de su casa. Aun hoy en día, en alguno de sus locales, como el de la calle Goya o el Café en Luisa Fernanda, no cuesta mucho recuperar del vértigo del tiempo ecos de tertulias pasadas, destellos de celebraciones, venerables sombras de los más habituales aun acodados en las barras, y hasta el café que se pide guarda, 110 años después, el aroma de un interminable reencuentro.